lunes, 3 de febrero de 2014

Las liturgias en la nueva economía

                Detesto la idea del trabajo como penitencia, como un tiempo separado de la vida y del disfrute. No me considero una persona especialmente innovadora, pero sí que me involucro en lo que hago, sobre todo si aquello me apasiona.

                Asumo que cada persona debe esforzarse por encontrar aquel o aquellos ámbitos que le aporten un extra de motivación. Hacer algo sin motivación no desemboca en una vida apasionada, sino más bien en un despropósito que no nos hace sentir mejor y mediante el cual no aportamos nada a la comunidad. Pero, ¿cuál puede ser la forma de aportar algo al procomún? Explotar nuestras habilidades, nuestros puntos fuertes. Mis experiencias me han hecho aprender que no existe gente sin una habilidad, por más extraña que esta sea. Siempre hay algo que aportar, y en un ambiente de cooperación este hecho se ve reforzado activamente, también con el aprendizaje de lo que otras personas aportan a uno mismo: equipotencialidad (Michel Bauwens, 2013). Considero que es muy necesario ese ambiente de colaboración, porque nos permite forjarnos un capital social y ganarnos la confianza de los otros miembros. Cuando aparece la democratización de la tecnología, la diferencia la marca la innovación creativa y el buen hacer, como ocurre en el caso de Agustín. Existe una clara necesidad de creatividad.

                Personalmente, creo que mis capitales son principalmente dos: visión crítica de lo que me rodea y capacidad de síntesis. Algunas veces estas dos características me ayudan a encontrar soluciones creativas a los problemas, pero otras veces me evitan llegar a un mejor resultado por ser demasiado directo y descartar datos a priori insignificantes para mí, pero que pueden marcar diferencias sutiles. Conjugar visión crítica y capacidad de síntesis es mi asignatura pendiente y mi objetivo para asumir la complejidad de la realidad que me rodea. Por eso el resultado mejora cuando trabajo en equipo (se contrastan más las ideas), pero trabajar individualmente tiene sus ventajas porque permite indagar en los problemas de manera autónoma y autodidacta.

                A veces es difícil para el estudiante de arquitectura trabajar colaborativamente. Estamos acostumbrados a la supuesta individualidad de los arquitectos del Star System, a los grandes DIV@S. Pero esa visión parcial no nos conviene en absoluto porque se aleja mucho de la realidad: el arquitecto actual trabaja en colaboración con otros. Pero además posee una cualidad que considero determinante: es un ser nómada, primero por la propia naturaleza de la profesión (en cierto modo siempre lo ha sido), y en segundo lugar por las características de movilidad propias de la sociedad posmoderna. La casa ha dejado de ser ese espacio doméstico reconocible y zonificado. Cada vez más se difuminan límites entre vivienda y trabajo, entre residencia y oficina.

                Veo a Langarita como a una Muchacha Nómada, pero a diferencia de lo planteado por Toyo Ito, ella no sólo vive en el collage de la ciudad. Vive también en el collage de toda una región, un territorio cuya amplitud y ámbito físico están determinados por la lejanía de sus encargos. Pero aunque María se siente parte de este territorio global, precisa de un último reducto para la privacidad. Su refugio ha de plasmar su personalidad como individuo, asumiendo que su educación es eco-comprometida.

                En síntesis, para ella todo puede suceder en cualquier lugar y en cualquier momento, expandiéndose ya no solo por la ciudad, sino por todo el territorio. La casa y la persona económica convergen en la Economía Directa (Ester Gisbert, 2013) y para Langarita, arquitecta, su casa es la propia arquitectura, pero esta vez entendida como su aportación a la profesión, una manera de proceder, un sello propio de su estudio. Todo esto y la vida apasionada se unen en una misma ligazón.

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