Detesto
la idea del trabajo como penitencia, como un tiempo separado de la vida y del
disfrute. No me considero una persona especialmente innovadora, pero sí que me
involucro en lo que hago, sobre todo si aquello me apasiona.
Asumo
que cada persona debe esforzarse por encontrar aquel o aquellos ámbitos que le aporten
un extra de motivación. Hacer algo sin motivación no desemboca en una vida
apasionada, sino más bien en un despropósito que no nos hace sentir mejor y mediante
el cual no aportamos nada a la comunidad. Pero, ¿cuál puede ser la forma de
aportar algo al procomún? Explotar nuestras habilidades, nuestros puntos
fuertes. Mis experiencias me han hecho aprender que no existe gente sin una
habilidad, por más extraña que esta sea. Siempre hay algo que aportar, y en un
ambiente de cooperación este hecho se ve reforzado activamente, también con el
aprendizaje de lo que otras personas aportan a uno mismo: equipotencialidad
(Michel Bauwens, 2013). Considero que es muy necesario ese ambiente de
colaboración, porque nos permite forjarnos un capital social y ganarnos la confianza
de los otros miembros. Cuando aparece la democratización de la tecnología, la diferencia
la marca la innovación creativa y el buen hacer, como ocurre en el caso de
Agustín. Existe una clara necesidad de creatividad.
Personalmente,
creo que mis capitales son principalmente dos: visión crítica de lo que me
rodea y capacidad de síntesis. Algunas veces estas dos características me
ayudan a encontrar soluciones creativas a los problemas, pero otras veces me evitan
llegar a un mejor resultado por ser demasiado directo y descartar datos a
priori insignificantes para mí, pero que pueden marcar diferencias sutiles. Conjugar
visión crítica y capacidad de síntesis es mi asignatura pendiente y mi objetivo
para asumir la complejidad de la realidad que me rodea. Por eso el resultado
mejora cuando trabajo en equipo (se contrastan más las ideas), pero trabajar
individualmente tiene sus ventajas porque permite indagar en los problemas de manera
autónoma y autodidacta.
A
veces es difícil para el estudiante de arquitectura trabajar colaborativamente.
Estamos acostumbrados a la supuesta individualidad de los arquitectos del Star
System, a los grandes DIV@S. Pero esa visión parcial no nos conviene en
absoluto porque se aleja mucho de la realidad: el arquitecto actual trabaja en
colaboración con otros. Pero además posee una cualidad que considero
determinante: es un ser nómada, primero por la propia naturaleza de la
profesión (en cierto modo siempre lo ha sido), y en segundo lugar por las
características de movilidad propias de la sociedad posmoderna. La casa ha
dejado de ser ese espacio doméstico reconocible y zonificado. Cada vez más se
difuminan límites entre vivienda y trabajo, entre residencia y oficina.
Veo
a Langarita como a una Muchacha Nómada, pero a diferencia de lo planteado por
Toyo Ito, ella no sólo vive en el collage de la ciudad. Vive también en el
collage de toda una región, un territorio cuya amplitud y ámbito físico están
determinados por la lejanía de sus encargos. Pero aunque María se siente parte
de este territorio global, precisa de un último reducto para la privacidad. Su
refugio ha de plasmar su personalidad como individuo, asumiendo que su educación es
eco-comprometida.
En
síntesis, para ella todo puede suceder en cualquier lugar y en cualquier
momento, expandiéndose ya no solo por la ciudad, sino por todo el territorio. La
casa y la persona económica convergen en la Economía Directa (Ester Gisbert, 2013) y para Langarita,
arquitecta, su casa es la propia arquitectura, pero esta vez entendida como su
aportación a la profesión, una manera de proceder, un sello propio de su
estudio. Todo esto y la vida apasionada se unen en una misma ligazón.
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